De la luz a la sombra
Por Francisco Febres Cordero
Ella y él aparecieron por el Café-Teatro de la Universidad Católica cargando sobre sus hombros unos abultados fardos de donde fueron extrayendo unos muñecos que, para entonces, eran su único capital. Pidieron una oportunidad para armar su teatrino que, fin de semana tras fin de semana, se desplegaba para asombro de los pocos niños que acudían a las funciones.
Traían, como una novedad que hasta entonces la ciudad ignoraba, una diversión infantil: su teatro de títeres, al que he bautizado como La rana sabia. Cada nueva función era una aventura que provocaba en los niños risas, alegría, suspenso, al tiempo que enseñanzas sobre la solidaridad, el respeto al otro o la justicia. Durante una hora, la música, el color, las formas extrañas y gráciles de los muñecos conformaban un único universo que invitaba a los niños a viajar por los terrenos de la fantasía. Esos instantes de felicidad se les impregnaba hasta el punto que ellos fueron los mejores pregoneros del espectáculo que, poco a poco, fue convocando a una mayor audiencia.
Creció la fama de La rana sabia y sus muñecos coparon un gran espacio en el ámbito del arte. Ella y él recorrían el país a bordo de un camioncito amarillo, liliputense y destartalado, en cuyo balde llevan como pasajeros a esos personajes de pelos hirsutos y descomunal sonrisa, trajeados a veces como reyes, a veces como piratas, a veces como gatos, perros o leones.
Así, como unos cómicos de la legua llegados al siglo XX, demostraron que la felicidad era posible: con muy poco se lograba mucho si de por medio estaban el talento, el tesón y la certidumbre de que mediante el arte es posible vagar por otras realidades .
Su fama se fue consolidando y la Rana sabia salió de la pequeña laguna en que croaba para cruzar el charco que separa los continentes y deambular por territorios tan lejanos como exóticos, de donde traía muñecos fabricados por otras manos que respondían a culturas diversas, hasta integrar en la vieja casona en que vivía un museo sobre el milenario pasado de los títeres.
Y fue allí, en esa vieja casona ubicada lejos de la ciudad y dentro de una paz bucólica, donde ella y él edificaron su nuevo teatrino para solaz de su ya numeroso público infantil que vieron nuevos héroes en los personajes que emergían de sus manos para, con inusual habilidad, darles identidad y vida propia.
Para ella y él, todo lo mucho que se construyó a lo largo de su larga vida dedicada al arte, se realiza en la herencia que dejarían a la posteridad, que los recordaría con gratitud y amor.
De pronto, sin embargo, luego de tanta luz, se hizo la sombra. Y de esa sombra salió un grito de dolor, de espanto, que había venido guardándose en la garganta de una chica que decidió lanzarlo porque de lo contrario iba a enloquecer. Fue un grito nacido desde su dolor, desde la humillación y la traición. Fue el grito más desgarrador, más escalofriante, más estremecedor. Fue el grito de una jovencita que salía ahora, cuando ya estaba madura, pero que tenía el mismo tono desolado, sordo, cruel de una mujer violada.
Y entonces la imagen de él se transmutó: dejó de ser la de un dulce, risueño y barbado titiritero para convertirse en la de un despiadado abusador no solo de una, sino de varias otras mujeres que han ido sumando sus testimonios.
La herencia para la posteridad, tan anhelada, será la del espanto. Y la vieja casona que guardaba el museo se irá desmoronando porque nadie querrá volver a entrar en ella: allí –dirán- habita un fantasma que aterroriza a los niños y a las manos con que antes manejaba a los muñecos le crecen cada día garras negras y filudas con las que desgarra, con inusual lascivia, la piel de las mujeres hasta llegar a su corazón y destrozarlo.